Las cucharas que se caen

Últimamente las cucharas me siguen.

Se caen tras de mi en lugares que estoy de paso, como si les fuese magnética y quisieran ser mi séquito mientras yo parezco un Hamelin sin flauta.

Se aventuran al tintineo en los cafés donde me siento a esperar que las cosas cambien, en las terrazas donde escribo historias de mil vidas que son la mía, en las pocas casas donde simulo que fui bienvenida, aunque llegué sin avisar.

Siempre hay una cuchara que se resbala antes de remover el chai o tocar el helado, una que golpea el piso y tiembla contra la madera de mentira, dejándome un eco metálico que insiste, como repitiendo mis pensamientos más inapropiados, como componiendo una música de luthieres de otra dimensión.

De niña me dijeron que los cuchillos suicidas eran premonitorios, que cuando se caían aparecería de la nada un hombre con sed y hambre. Pero cuando caía una cuchara, se podía esperar a una mujer, que tal vez aún no había crecido.  

Alguien dijo que su suerte era la de una cuchara que no podía sustituir a un arma y otro que con su mango y su forma cóncava se podían atraer respuestas, que desaparecen mientras él se rasca la cabeza. Yo digo que una cuchara puede ser un espejo cuando se vuelve lo suficientemente brillante y una excusa para comerse al mundo, cuando tiene con quien compartirse la cama.

Lo que no se y no puedo decir, es porque ahora caen cerca de mí, cuando he empezado a sentirme un tenedor.


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