Yoga – Ka, el camino eres tú.

 En el proceso de buscar los caminos que debo recorrer para convertirme en la versión más apropiada para cada una de mis fases, han sido muchos los lugares mágicos que he conocido y entendido como míos, pero no tantos los lugares a los que siento que pertenezco. A veces pienso que no estoy destinada a ser de ningún sitio, porque estoy dividida en muchas partecitas que han ido regándose por ahí, como si hubiese nacido para ser polen y no árbol, y aunque este pensamiento parece doloroso, también me sirve de refugio cuando me siento fuera de lugar, porque significa que el viento puede llevarme a otro sitio en cualquier momento. Por otro lado, cuando lo miro bajo otra luz y me descubro pensando que pertenezco, la sensación de sosiego me embriaga y me llena de plenitud.

Eso es lo que creo que pasa con Yoga – Ka, ese lugar en donde de manera literal se me insiste en que el único camino posible es hacia adentro, porque hay una chispa luminosa que habita en todos nosotros, un reflejo de la divinidad que puebla cada rincón cósmico y de la que todos somos parte, aun cuando estemos desperdigados por la tierra como un diente de león que fue creado para cambiar cada vez que suelta alguno de sus aquenios.

Intuyo que no es una casualidad que “Ka” se pueda entender en sánscrito como “¿Quién?” porque "¿quién soy?" es una de las preguntas que más me he hecho en la vida y esa necesidad de encontrarme es la que me llevó al yoga, a explorar lo que significa la unión del cuerpo, la mente y el espíritu, para ver si comprenderme como un todo con el universo me hace entender mejor lo divino, sin el cinismo agnóstico millennial que me dio por adoptar cuando caí en cuenta de que no podía demostrar si Dios existe.

Tampoco creo que sea casualidad que desde que entré un sábado a Yoga – Ka haya sentido esa especie de hechizo que estimuló todos mis sentidos a la vez y me recordó de inmediato otros lugares que hicieron que en el pasado se sucediera dentro de mí, la magia de crecer. En ese lugar existe un microclima perfecto, un diseño maravilloso de puertas fantásticas que podrían llevar a Narnia, unos muros sin pretensiones, una altura humilde, un jardín muy parecido al de mis sueños, una forma bella de contener el mundo para los que buscan su verdad.

Ahí, las asanas son más que posturas, son pruebas, mensajes, conjuros, imágenes que parecen salidas de los arcanos mayores de un tarot, como la luna, las estrellas y la muerte. Son retos, son preguntas y a veces son la respuesta a lo que solo puede formularse echando raíces profundas al tiempo que nos proyectamos a lo eterno.

En Yoga – Ka se facilita el encuentro con el drishti de turno, que puede ser el pajarito que vive en el tapete de pasto enmarcado por las ventanas de piso a techo, o que puede vislumbrarse en el cielo a veces azul a veces gris que se dibuja después de los límites de esa casa, donde se reúnen las almas generosas de profesoras que ven más allá de lo que soy dentro de esa alfombra mágica, en la que me permito volar o anclarme a mi ser más elemental.

Recuerdo algo difusamente la primera clase que tomé sin saber que este sitio se haría tan importante para mi supervivencia. Había estado buscando hace algún tiempo donde retomar la práctica luego de casi nueve años de alejarme y mi poca confianza en mi cuerpo me llevó a reservar primero una clase integral luego de que me dijeron que era la más suave, cosa que no necesariamente es cierta. En el salón pequeño estaba Lina con su suavidad y su firmeza, con su empática manera de hablarte y alinearte, con su belleza hipnótica y su gran conocimiento anatómico. Lina me recibió, me hizo saber que podía autoexigirme un poco más y ahora, de vez en cuando, se me muestra como un espejo en el que reconozco partes de mi que me hacen sentir bella. Su pedagogía con las posturas invertidas ha representado para mi un nuevo entendimiento del planeta cuando se me pone de cabeza, una lección necesaria para mis escápulas y mi abdomen y mi confianza.

Luego, al día o la semana siguiente, tuve mi primera clase con Paloma. Si Lina me abrió la puerta, Paloma hizo que me quedara y no se si ella sabe lo importante que se ha vuelto para mí su tono de voz, sus recomendaciones de libros, su manera de sostenerme con la mirada en medio de todo tipo de viajes, su compañía en este camino que estoy haciendo para sanar tantas cosas que ni siquiera sabía que me afligían. Gracias a Paloma y a sus tesoros del reino fungi me preparé para dejar ir, para escoger una forma de previvir un duelo, para graficar desde mi mirada arquitectónica una experiencia que repetiría más veces si es a su lado. Paloma me enseñó a iniciar la práctica desde la postura del niño para ir descubriendo lo que mi yo adulto necesita y me recuerda volver a mi yo original enseñándome posturas como el cuervo bebé o las posturas que inician chiquitas para luego estirar mi intelecto. Paloma fue la primera que me hizo sentir vista, la que me mostró la bondad que las identifica a todas, es la que me invita cada cierto tiempo a vivir algo nuevo detrás de un calor sofocante o un mensaje ensordecedor. La he tenido cerca mientras mi cerebro genera imágenes densas y llenas de simbolismos, y para mi fortuna su proximidad me ha hecho sentir a salvo, siempre.

De esa manera me fui habituando a martes y domingos en los que mi espíritu se regodeaba, pero llegaron las vacaciones de Paloma y me sentí un poco perdida. Me resistía al cambio y no sabía cómo respondería a los decibeles de otras voces, al fluir de otro carácter, a la mirada de alguien más estricto y me tocó descubrir a Mónica Bossa. Ella fue la primera que me hizo pensar en todas las profesoras como unas arañitas que me estaban ayudando a tejer una red para que no me cayera al abismo de lo que me asustaba no poder controlar. Creo que al principio le tuve miedo a su rigor, a su compromiso para con la respiración y el movimiento, a su voz más contundente y a sus planchas, pero luego pude notar su afinada sensibilidad para con mi estado de ánimo, y pude apoyarme en su capacidad para centrarme cuando mi mente derivaba y me hacía sufrir. Recuerdo la tarde en que nos hizo cerrar los ojos y me dejó llorar el instante de despersonalización que me provocó la lesión del hombro y que se convertiría en una lección de pausar y escuchar al cuerpo. Mónica, me ha enseñado a abrir la cadera con sus malasanas, cuando mi psique ya necesitaba reconciliarse con esa parte de mi cuerpo, me ha escuchado, me ha invitado a entonar mantras que desbloquean lo que tengo atorado y estoy convencida de que cual hechicera me hizo poder avanzar un poco más hacia mis sueños de volar, aunque todavía no puedo sostener un cuervo.

En diciembre Mónica junto a Lorena durante un taller sobre los hábitos despejaron casi a machetazos un poco más el camino que venía transitando, y aquí quedé, con el compromiso personal de al menos hacer cambios pequeños. No tengo dudas de que me cedieron un poco de su fuerza para hacerlo.

Y más allá de su mensaje sobre los hábitos atómicos, Lorena me ha dado también grandes lecciones. Reconozco que en las clases que he tenido con ella, las posturas de pie y el trabajo de abdomen han supuesto tanto un suplicio como una recompensa pero Lore trae a mis oídos la familiaridad de su acento y a mi cuerpo la sensación de ligereza que solo puede apreciarse cuando te has sometido al peso de tus propios cuestionamientos. Lore, como todas, es abierta con su conocimiento, atenta para con las limitaciones corporales de sus estudiantes y siempre tiene la palabra precisa para traer a tierra nuestros pensamientos cuando nos amenazan las expectativas de nuestro ego. Una de las cosas que más me gusta de Lore es la pasión con la que habla de su hábito de correr y que se nota que no lo hace para huir de nada, si no para volver en sí, cada vez.

 Todas son tan diferentes, que se me hace una jugada increíble del universo que ellas se hayan alineado como chakras humanos en esta especie de cenit terrestre y que yo haya podido cruzarmelas y sentirme cuidada por ellas.

Como me siento cuidada por Milena cuando me pregunta cómo estoy de una forma en que siento que le interesa la respuesta, cuando me comparte algo que puede distraerme temporalmente de los ahogos que por estos días se me han hecho frecuentes. Las clases de Milena son moviditas, desafiantes y ella es muy divertida. Mile es generosa con su música, con los retos y con sus referencias que te sacan la risa en medio de la clase, es rigurosa, descriptiva y a veces impredecible. Las clases con ella generalmente resultan en una sorpresa, en una trasmutación de practicante en anfibio, en el paso a un mundo patas arriba o en forma de rueda cuando uno no está seguro de tener la destreza para reinventarse pero lográndolo de su mano. Con Milena me pasa que me pregunto como será fuera del tapete, pero creo que no estoy equivocada cuando presumo que la respuesta es que ella misma es tan metamórfica como las posturas con las que le gusta confundirme el cuerpo.

Es muy interesante la forma en que a través de la práctica del yoga en compañía de gente que le pone el alma, uno descubre tantas cosas de si mismo, y una de las cosas que más me gusta de estar expuesta a la influencia de todas ellas es que mi predisposición a admirar se ve totalmente avivada. Lamento que esta exploración a veces se interrumpa por cambios de horarios y de dinámicas como fue el caso de mis clases con Mafe, que solo pude disfrutar unas cuantas veces y cuando digo que lo lamento es en serio porque confío en su potencial para hacer del mundo un lugar mejor, una conversación a la vez, una asana a la vez, una interpretación de lo sideral a la vez. De Mafe admiro su inclinación a la interpretación de arquetipos, su gentileza en clases, la forma en que la poca iluminación del salón pequeño se concentra en sus ojos, el eco minúsculo del que esas paredes dotaban su voz, y las posturas de equilibrio que me obligaban a respirar mientras mi concentración pendía del tono suave de sus palabras. En sus clases hay algo muy especial en la postura de la montaña y puedo decir que me enseñó una manera evolucionada de sentir el contacto de mis pies con el suelo. Mafe y Mónica, mi coterránea, a través de su taller de té, escritura y tarot me dieron la excusa para escribir esto que tardé tanto en empezar, porque no es una epístola cualquiera, si no una forma de agradecerles, su presencia en mi vida y en mis días.

Ese agradecimiento va para todas, pero ahora especialmente va para Mónica la que se escribe con “E”, la última de las profesoras a la que tuve oportunidad de conocer, aunque eso se me hace raro sabiendo que tenemos un solo grado de separación. Diez años tengo en esta ciudad, en los que muchas veces he sentido una soledad indescriptible y me parece absurdo haber sentido eso cuando ella estaba por ahí, ejerciendo su fascinante atención a los detalles, su comprensión lectora, su capacidad para estructurar ideas, mientras su existencia rozaba con la de alguien que yo conocía de antes y que no supe aprovechar mientras la tuve cerca. Tal vez, eso pasó para que esta vez no la deje pasar, para que esta vez haga caso a las conexiones que me ofrecen la vida y mi propia vulnerabilidad. En las clases de Moni E siempre me sorprendo de las secuencias que solo ella puede recordar y me aprovecho del beneficio colateral de su amor por las aperturas de pecho y las torsiones. Con ella me surge la pregunta de si no será un poco ególatra tener un crush con alguien que se le parece a uno en esa influencia taurina que dicen que tenemos ambas. Creo que la primera vez que escuché a Moni E, tuve esa sensación de no saber si quería iniciar una relación a partir de la simple casualidad de haber nacido en el mismo territorio y haberlo abandonado, pero ahora creo que eso era inevitable.

Estoy convencida de que todas las personas que pasan por Yoga – Ka, y sobre todo las que llegan para enseñar, son personas con el propósito de servir, y creo que, con cada saludo al sol, con cada canto entonado ofreciendo la práctica, con cada Shanti llamando a la tranquilidad del alma y con cada Namasté, ahí se está construyendo un pedacito de la paz que algún día gobernará al mundo, y que inicia dentro de cada uno de nosotros, porque somos el camino y también somos quienes debemos transitarlo.

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