La otra Caro, el otro Juan.

 Con cierta frecuencia pienso en lo determinante que es en la vida nombrar las cosas y a las personas, darles títulos, categorizarlas, resumir con letras lo poco de su significado que cabe en ellas. Yo, con mi fascinación por las palabras, termino siempre por atribuirles a los nombres ciertos matices, de modo que, al escucharlos, una sucesión de sinapsis traduzca en mi mente lo que sus portadores generan en mi corazón.

Hay nombres que ya están cargados, que han sido habitados antes en mi historia. Pero eso no significa que lleguen con una sensación repetida. Y menos mal que no. Por eso necesito encontrar la manera de que la otra Caro y el otro Juan, suenen en mi boca menos a eco y más a fortuna. Que sirvan no para ampliar mi vocabulario, sino mis formas de sentir.

Todavía no doy con la forma de dejar de referirme a la chica de las esencias como “la nueva Caro”, solo porque alguien con su mismo nombre la antecede y sigue muy presente en mi vida. La verdad es que se me complica un poco mencionarla sin hacer esa aclaración. Pero esta nueva Caro es un eslabón fresco en la cadena de mujeres que me sostienen. Una cadena que se alarga y se fortalece, que forma parte de una red a la que me siento feliz de pertenecer y seguir descubriendo. Ella tiene una sonrisa reseteadora, que me recuerda a las sonrisas de mis amigas de infancia. Creo que, si nos hubiésemos conocido de niñas, habríamos hecho pijamadas eternas, inventado historias juntas, mientras ella descubría su facultad para convertir aromas en magia y yo la mía para atarlos a recuerdos.

Esta Caro ¿la socióloga que enseña historia? ¿O la historiadora que enseña sociales? tiene un nombre repetido, sí, pero un lugar único en mi pensamiento y en mi vida… si decide ocuparlo. Tal vez pueda traerme un tipo de compañía que me conecte con lo que nos une sin saberlo, mientras la Caro de siempre sigue enseñándome el valor de convivir con lo distinto.

El otro Juan es otra historia. Porque, aunque nadie sustituye a nadie, él vino con un mensaje claro de la vida: que no se trata de olvidar, sino de aceptar que hay presencias pasajeras y que nunca se olvidan, pero que después de un abandono solo hace falta reordenar un poco la casa y las letras, para dejar espacio a lo nuevo.

En mi vida ha habido muchos Juanes, pero el eco que me persigue es uno reciente. Un amigo al que aún extraño, a veces con una ternura silenciosa, otras con un dolor adormilado que roza el re-sentimiento. Ese Juan me llenó la vida de canciones en español, de títulos coloreados, de nostalgia por tenerlo cerca sabiendo que su vida no tenía lugar en la mía. Todavía me duele su imposibilidad de decidir, de articular despedidas, de actuar como si nunca me hubiese abandonado. Pero hay días en que, aun respetando su ausencia, la siento viva, como una silla vacía frente a una mesa con solo una Coca-Cola.

El Juan de turno (como él mismo decidió llamarse) lleva un tiempo como extra en la película de mi vida. Una figura sin nombre, hasta que un día decidí que estaba lista para volver a ser la niña que hacía amigos en el recreo. Me acerqué a él como me acercaba al que estaba solo en una banca o al más chistoso del salón. Este Juan, que está de paso, me recuerda que mi radar para la gente excepcional sigue funcionando. Y que me va bien cuando persigo encuentros con quien se me hace más interesante en medio de una veintena de personas.

Vino, quizá, a cambiarme el algoritmo. A decir cosas como “algunas veces” o “algunas cosas”, seguidas de frases que suenan tan ciertas como clichés. Vino a arruinarme mi banda favorita con risas, mientras yo le abro el entendimiento a mensajes improbables (o mal escondidos) en series de época. Vino a hacer preguntas para escuchar de verdad las respuestas. A recomendarme libros, películas y tragos dulces, tan opuestos a los tragos amargos que estuvieron antes hechos de lágrimas.

Quién sabe si este Juan, el Juan de turno, se quede lo suficiente para volvernos amigos, pero ya dejó una impresión lo suficientemente revelada, como para que su foto figure en el álbum de mis recuerdos como alguien con quien valió la pena transmutar un café en un trago con viche.

A veces el corazón se llena de nombres que duelen o que pesan. Pero este año me está enseñando que puedo soltar el impulso de anidarme en sustantivos personalizados. Que puedo hacer espacio sin borrar lo que fue. La otra Caro no es una sombra. El otro Juan no es un eco. Son personas reales, que me reconcilian con la idea de que seguir adelante implica abrirme a nuevas conexiones, aunque con eso me exponga a que me rompan el corazón.

Y así voy: rebotando entre memorias y encuentros. Asumiendo que querer sin medir es la única forma en que sé querer. Vinculándome sin miedo a repetir. Porque cada vínculo es una historia distinta, aunque comparta nombre y aunque algunas nunca dejen de doler.

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