Epístola dominguera

La cosa de hoy va así: Me levanté temprano luego de dormir lo suficiente para que mi cuerpo recordara que puedo ser un ser humano funcional, a diferencia de ayer, que pasé todo el día recuperándome de ese tipo de resaca que me permito solo dos veces al año. Mi intención era repetir la rutina dominguera de ir y volver del yoga en bici, pero algo amaneció frío, y no fue solo Bogotá. Algo dentro de mi estaba, aunque no congelado, entumecido. En ese momento no me di cuenta y salí como si nada, a pie, por ese rumbo feliz.

El camino de ida se dio sin sobresaltos, más allá de los propios, porque ahora me da por medio bailar por la calle al ritmo de la música de la playlist del momento, alguna que me hayan regalado recientemente para renovar el repertorio de mis sonidos internos.

Aunque hacía frío me sentía bien, como siempre que estoy llegando a Yoga-Ka y tengo esa sensación de estar llegando a uno de mis lugares correctos. Tenía días con ganas de darle un abrazo a Paloma, por ninguna razón específica, más que agradecerle en silencio el regalo que son sus clases, sin verbalizarlo porque aun me da pena con ella. Palo llegó en bici (ahí me dio una punzada de envidia porque ella pudo hacerlo y yo no) e inició la clase con una breve charla sobre los “kosha” en el yoga, que son como esas envolturas que nos conforman, y se centró en las sensaciones y las emociones que a veces nos empeñamos en resistir o reprimir. Obviamente no podía ser de otra forma, porque siempre pienso que la práctica del yoga me da lo que necesito, aunque no sea lo que quiero, y esta vez no fue la excepción.

No se si fue gracias a la respiración de fuego o a esa insistente mención de los tres puntos que tenía que tocar con mi aliento en la práctica de hoy, pero mi mente quedó en un estado raro. Durante el savasana no logré relajarme del todo, pero pude generar una idea que necesitaba para un trabajo de la universidad y eso me trajo una sensación de calma distinta a la usual. Abrí los ojos, recogí mis cosas y salí.

Hice una pequeña parada en un dollarcity buscando algo para completar mi disfraz de Halloween mientras hablaba con mi mamá, decidí que me sentaría en algún sitio a desayunar, desistí de la idea cuando vi que el sitio estaba muy full, entré a la estación del transmilenio, me llevé un susto gracias a un señor con una máscara pidiéndome plata y me subí al bus. Estando ahí, con mis audífonos resguardando mi mundo interior, abrí “Cartas desde el Caribe” el libro de Arianna Arteaga Quintero que me regaló mi amiga Dora hace poco más de un mes cuando estuve en Venezuela, y que no había podido empezar. Tal vez por la misma razón que aun no he podido publicar fotos de ese viaje, que aun estoy procesando.

A Arianna la recuerdo con cariño porque alguna vez le escribí por Instagram después de leer un texto suyo que me tocó una fibra herida en aquel momento, y ella me respondió con cariño, delicadeza y con mucha responsabilidad en no darme una respuesta porque, así como ella lo dijo en su momento “las respuestas las tienes tu en el alma y lo principal es soltar”. La verdad no puedo decir porque nunca me suscribí al newsletter de Ariana y creo que en el fondo es porque me daba miedo estar en contacto con lo que ella podría decir ahí y que resonara conmigo trayendo dolor, o que se yo. Lo cierto es que el libro llegó a mí, con sus cartas y sus palabras que tenía que empezar a leer hoy.

Por ahora solo he leído las dos primeras cartas y ya me puse a llorar. Mientras leía sonó en mi playlist dos veces “Dejavú” y entendí como no es casualidad que una vez más las palabras de Arianna me tocaran una herida, como lamiéndola. No sé si tiene que ver con lo que abrió la práctica del yoga esta mañana, con idea que traje a mi mente de lo maravilloso que sería que Dora y Ana estuviesen a la vuelta de la esquina para reunirnos un domingo cualquiera, o con las palabras que puso Arianna en un carta previa a cumplir 40 años, pero lo cierto es aquí estoy, comiéndome una empanada de los “venecos” de la calle de atrás de mi casa, con un papelón con limón, leyendo una carta que una “desconocida” escribió con vista al mar, mientras yo estoy pasando frío y reconociendo que aunque no niego de dónde vengo, con frecuencia trato de refugiarme en la idea de que eso no me define, pero sí que lo hace. Ya lo dije una vez, que soy de mis recuerdos, pero también soy de mis deseos y hay domingos en los que quisiera tener esa otra vida que se quedó en pausa cuando tuve que dejar mi país, a mis amigos y a la sensación térmica en la que siento confort.

Entonces estoy acá, llorando antes de mediodía por cosas que no se si entiendo del todo, esperando que el esposo llegue de correr a darme un abrazo sin saber por qué lo necesito, con el gato pequeño mirándome como si supiera que algo se movió dentro de mí y que no se como arreglarlo y que no me queda más que intentarlo con una especie de carta andina esperando que el recuerdo del Caribe me caliente un poco el corazón.


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