Tristeza post-visita (o el dolorcito azul)
Ayer tenía la firme intención de hacer yoga temprano en la mañana, pero la tristeza y el cansancio eran tan pesados que ni siquiera tuve la fuerza de inventarme excusas.
Mi mente, que parecía haber dormido menos que mi cuerpo, se despertó alborotada
y sensible. Tuve que hacer un esfuerzo somnoliento para que no se me notara y
no tener que explicar algo a lo que ni yo sabía darle forma.
Después entendí que posiblemente era el PMS, pero sé que la culpa estaba
igualmente distribuida con eso que tendré que llamar tristeza post-visita.
Hace unos
días estuvo pisando mi mismo suelo mi mejor amiga del colegio, la que sigue
teniendo ese título a pesar de que nuestras conversaciones se hayan reducido a
unas cuatro o cinco al año.
Ella, que sé que se siente culpable por no estar más presente, no sabe que su
existencia es una de las que me hace seguir aferrada a mi mundo interior, aún
hoy. Ese mundo que pocos conocen con tanta disposición a aceptarlo.
Nos
conocimos cuando teníamos como trece años y ahora, pasados los cuarenta,
seguimos unidas por ese tipo de amor que se siente por quien te ha visto desde
la raíz.
Ella siempre supo mis pensamientos más profundos, y aunque la migración y la
adultez pusieron kilómetros de por medio entre nuestros silencios llenos de
amor, todavía puedo contarle cualquier cosa sin que se sorprenda. Y ella puede
hacer lo mismo conmigo.
Apenas la
abracé, lloré.
Lloré por
todas las veces que la necesité y la tuve lejos, y no quise molestarla.
Lloré por
las cosas que no le conté porque no le veía el sentido a hacer más evidente su
ausencia.
Lloré por
la maravilla de verla sonreír.
Lloré
porque me he perdido sus altos, sus bajos y sus llantos, cuando por ella me
subiría a todas las montañas rusas del mundo.
Lloré
porque sé lo importante que es que haya hecho una pausa de veinticuatro horas
en su vida, solo por verme.
Lloré
porque afortunada y tristemente no existe en el mundo, nadie que sustituya a
otro.
Sus
abrazos no han cambiado: siguen siendo un refugio perfecto para mis emociones.
Abrazos que ahora son también los de una madre, y que tienen la capacidad de hacerse
calzar el alma, incluso en un día revuelto en el que no pude dedicarle toda la
atención que quise.
Tener a
Gabriela acá, compartiendo mi vida, sentada a mi lado en mi cama, sintiendo mi
frustración por cosas que no puedo controlar…
Saberla metida en mi rutina, reviviendo conversaciones y chistes internos,
justificó esa realidad en la que vivo teniendo grandes expectativas sobre la
gente a la que decido entregarle parte de mi vida. Me hizo pensar que ella
nunca me ha hecho sentir que ser mi amiga exige mucho, y por eso nunca he
tenido que sobre-actuarme para tenerla en mi vida.
Pero se
fue.
Y de alguna manera su ausencia se hizo más grande y más pequeña al mismo
tiempo, dejando al descubierto esa tristeza sorda por sentirme, otra vez, un
poco invisible. Deshabitada.
Esto me ha
pasado antes, y sabía que esta vez no sería la excepción:
Ese silencio que llega después del abrazo.
Después de recordar quién fui antes de irme, y que alguien más me afirme que
sigo siendo la misma… solo que algo más sola.
Esa melancolía que aparece tras volver a sentirme entera porque alguien me miró
de la forma en que siempre he sido, sin querer cambiarme ni un poquito.
Ese dolorcito azul, lloroso, porque alguien supo leerme sin que yo tuviera que
traducir.
La
sensación con la que me desperté ayer fue un eco suave pero profundo,
como si mi casa y mi corazón hubieran quedado vacíos, no de personas, sino de
sentido.
Una nostalgia que no viene del pasado, sino del presente que se disuelve.
Pero ahí
está ella, quedándose otra vez, aunque nunca se fue.
Y aquí estoy yo, pagando el precio de reencontrarme y llenarme… para luego
vaciarme un poco más.
Comentarios
Publicar un comentario