Amor

 Te debo tantas cosas que cuando me quedo pensando en ello, me abrumo y a veces me pasmo. Te debo, sobre todo, que te hayas manifestado de tantas formas a lo largo de mi vida, la mayoría de ellas tiernas y bellas. Me sentía amada desde antes de que pudiese verbalizarlo, porque quien me trajo al mundo lo hizo con los pronósticos en contra y a partir de ahí, todo fue amor, aun en los momentos en que eso era sinónimo de desesperación.

Recuerdo perfectamente la vez más temprana que te sentí llegar de alguien distinto a mi familia, porque fue en combo. Llegaste de la mano de mi mejor amiga y su aceptación total del ser que fui y del primer chico que me amó verbalmente, ese que ya he contado tantas otras veces que me llenó de te quieros repetidos en cintas de papel que sirvieron de utilería para escenificar el drama adolescente que vivimos por no queremos de la misma forma.

Es así como desde siempre has sido sinónimo de intensidad y de aliento, porque aun cuando me sentía un bodrio me sentía querible. Sin ti, definitivamente sería otra persona y me conocería mucho menos a mi misma, porque en ti, en tu ausencia y en tu presencia he aprendido a controlarme y a desordenarme, pero nunca a abandonarme por más tentador que pareciera.

Cuando te miré de frente con la suficiente temeridad para aceptarte, me convertí en una persona que creí diferente pero que ciertamente era la misma, sintiendo todo a la enepotencia, como aun lo hago. Me convertí en una persona ávida de algo que no sabía que podía querer, en una especie volátil que podía asumirse en forma humana cuando el amor me urgía físico.

Luego, cuando te creía perdido, tuve que hacer un esfuerzo para no olvidar que podías tener otros rostros sin querer sustituir ninguna de tus manías con otras maneras recién llegadas, para tolerarte en forma de amistad perecedera o eterna, y entender que tú también podías descubrirte en mi y cambiar sin tener que culparte por ello.

Eres un sentimiento muy potente, porque no te acabas nunca, aunque te acabes para siempre, porque dejas marcas y magulladuras que terminan por volverse tesoros, casi reliquias de un pasado que edifica.

Siempre he sido honesta admitiendo que nunca me cierro a reconocerte en otras geometrías, aunque me sienta feliz y me sienta plena, porque tengo el compromiso con el universo de experimentarte tanto como pueda y aunque la biología de alguna manera me lo impida. Por eso acá estoy, sonriendo ante sonrisas que no puedo ignorar cuando me miran indiscretamente apuntando directamente al alma, sabiendo que siempre llegará alguien a hacer parte del ejercito que me resguarda.

Mis resquicios siempre están esperando convertirse en trincheras para espiarte, en boquerones por los que ingrese la luz y el mundo entero y que me hagan pensar en otras vidas en donde son posibles todos los amores que no tienen nombre en esta, aunque por momentos se vuelvan tan tangibles que casi puedo sentir que me penetran.

En mis peores días me llenaste tanto con un abrazo, con una mirada, con un futuro imposible, pero soñable, que no existen suficientes palabras de agradecimiento. Me dejaste esta sensación de querer cerrar los ojos y pensarte y revivirte a solas o cuando la compañía no es suficiente, aunque parezca una multitud. Dejé de contar tus besos cuando me di cuenta de que nunca serían suficientes y lloré por eso, pero me resigné a mirarte siendo feliz en esta encarnación a pesar de que sea lejos de mí y aunque yo también decida serlo a diario con la mejor de tus versiones.

Me hiciste recordar otras veces que amé, porque eso es lo qué pasa cuando me desbordo, que siento todo al mismo tiempo como sufriéndolo simultáneamente y me quedo al borde de mis propias sensaciones sin nadie que me salve, más que mi esperanza de que soy suficientemente ancha para anidar tus mariposas por el tiempo que deban habitarme.

Con frecuencia decimos que no eres eterno, pero yo sí creo que lo eres, porque, aunque tengas la cualidad de volverte invisible, ese no es tu verdadero superpoder. Eres capaz de convencerme de que soy bella, de presenciar como me duele la culpa que siento por no guardarte el luto o el respeto suficiente y aguantarte la verborrea de mis confesiones. Sabes muy bien que no te debo nada pero que te lo debo todo, que me cuelgo a tus ojos y a tus caricias fugaces, esas que propinas antes de viajar a cumplir una de tus misiones de vida mientras yo te observo partir un poco con el corazón roto y un poco con el corazón sanando, gracias a la medicina de tu calor.

Contigo he aprendido a esperar el momento adecuado, a guardar silencio con los dedos, a aprovechar los viernes en la tarde, a abrazarte en las madrugadas, a quererte en nuestras pausas, a preguntarme cosas sin demandar una respuesta, a mirarme al espejo sin preguntarme que me hace falta y a pretender que tengo la fuerza de voluntad para no esperarte. Gracias a ti sobreviví una pandemia, escribí ininterrumpidamente cuando eso era lo único que me mantenía a flote, me volví una persona paciente, aunque nadie me concibe resignada. Tu, amor, me has forjado en las buenas y en las malas y me has permitido usarte de asta, de asidero, de recipiente y de palco. Eres increíblemente brillante y fugaz, pero sigues a mi lado a pesar de mostrarte lo peor y lo mejor de mí. Eres una mezcla de muchas personas, de azules y verdes y amarillos que, aunque parecen pasajeros se quedan en mí, dejándome revuelta pero completa, plena por momentos e inútil por otros, pero colmada de un sosiego que solo puedo sentir en tu presencia. Tu, amor, eres mi batería y mi conflicto, mi compañero perpetuo y mi hogar, mi batalla constante y mi guerra insalvable, mi estigma y mi razón para seguir siendo esta persona que, si no ama, no vive.

Imagen de https://www.instagram.com/incredartible/


Comentarios

Entradas populares de este blog

Yoga – Ka, el camino eres tú.

Epístola dominguera

Sobre la infertilidad