Venus

Ella tenía la costumbre de mirar al cielo y esto la hacía parecer anclada a un sólido pedestal que la prevenía de dar pequeños pasos que la sacaran de su ensueño. La gente solía pensar que era pretenciosa y altiva por andar siempre con la barbilla elevada, pero lo cierto es que internamente se sentía mínima y sola ante la vastedad que representaba ese universo que no podía explorar.

A veces paseaba su mirada de una a otra de las ventanas arcadas que orbitaban su mundo y otras, trataba de descifrar si había algo que valiese la pena descubrir en el espacio aparentemente lleno entre ellas. En esa oscuridad iluminada se perdía por horas, en un estado meditabundo que la aislaba del mundo, pero en el que ocasionalmente se sentía acompañada. Pasaba tanto tiempo pensando en las estrellas, que parecía que vivía de ellas.

Lo único que conocía mejor que esa oscuridad era su propia fragilidad, conocimiento que la hacía demasiado poderosa aun en la ausencia de extremidades que le permitieran asirse a los recuerdos de un pasado en el que estaba completa de cuerpo y de alma. Así, en una eternidad detenida solo para ella, era tan libre como lo sería a bordo de un cometa y aunque era observada por muchos, ahora contenía la perfección en lugar de desbordarla. Su misterio era venéreo y al acercarse, cualquier testigo era contagiado por las mismas ansias de mirar lejano, de sortear obstáculos atravesando el cosmos, volando como uno de sus antiguos amantes.

El tiempo no pasaba para ella, que de tanto imaginarse el infinito lo concebía como una cárcel inefable. Sabía que llegaría el día en que no importaría conocer la velocidad de los fotones tanto como abandonarse a la velocidad del pensamiento, para navegar los caminos lácteos y peregrinar hasta donde se escondía la verdad que la confinó a una existencia fría y marmoleada. Soñaba con espirales y daba rienda suelta a sus apetitos en las fantasías de otros, mientras en cada planeta vecino se evaporaba el caldo que nunca trajo vida.

Pero ella estaba viva, lamentándose sin sufrir por ser la segunda, sabiendo que carece de satélites y que gracias a su corazón de piedra lo único que puede extrañar es esa isla en el Mar Egeo en la que pudo enterrar para siempre lo que más odiaba de sí misma, su belleza.


Venus de Milo. Museo del Louvre.

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