La geografía de los cuentos de Hadas
Con “Érase una vez” los cuentos nos sitúan en la cómoda posición de escuchar historias maravillosas sin necesidad de preguntarnos cuando fue que sucedieron. Bien podría ser en la antigua Grecia o en una Europa Medieval, pero lo verdaderamente importante es lo que en ellos acontece. De esta forma aceptamos de una manera bastante natural que dragones, elfos, magos, gigantes, princesas y hadas, coexistan en una temporalidad inventada y extraordinaria en la que todo es posible, como lo era en la tierra media. Sin embargo, se me hace interesantísimo estudiar la geografía de ese mundo que se superpone al nuestro, permitiéndose vivir de encantamientos y superar todo tipo de maldiciones. En mi mente, los cuentos se viven en un territorio de abundantes tonos verdes y tornasoles y hay espacio para colores que el iris de los seres humanos no es capaz de decantar.
El orbe que
las hadas han prestado como escenario de nuestros miedos y audacias infantiles,
se parece mucho a una planicie infinita salpicada de reinos fantásticos, cada
uno rodeado por densos bosques en los que pocas veces amanece, vecinos y al
mismo tiempo desconociéndose entre sí. Cada feudo dominado por una familia real
que posiblemente ha perdido uno de sus regentes, vive hacia sus adentros de una
manera muy similar a la que vivían los habitantes de los planetas que visitó el
principito antes de caer en la tierra. El otoño, el invierno y la primavera se
turnan para engalanar las historias y le dejan poco espacio al verano por
considerarse la menos romántica de las estaciones. Los castillos guardan una
biblioteca, una torre, una mazmorra y un salón de baile, para no perder la
costumbre de abrir sus puertas al drama de turno.
En estos
pueblos no puede faltar una plaza y un pozo, de preferencia mágico, en el que
lanzar en cada paseo los deseos, y tras las murallas la tierra es
tan fértil como puede serlo aquella que espera engendrar un árbol que llegue
hasta las nubes y permita zigzaguear a voluntad por los cielos. De estas
tierras tan prósperas como misteriosas, las manzanas nacen con la capacidad de
ser el receptáculo de la maldad, las calabazas con habilidad para ensancharse para
vestirse de lujo e ilusión y las habichuelas resultan más valiosas que las
propias monedas de oro que pagan por ellas.
Cuando la
vida en las villas se agota, siempre aguarda una aventura en alguna casa
encantada y custodiada por sombras que hablan, haciendo su mayor esfuerzo para
expulsar las almas que se atrevieron a seguir el rastro de migas y huellas huidizas.
En ellas puede habitar una abuelita o un lobo con tendencia al pánico o aparecer de la nada un lecho rodeado de flores en el que duerme un
desconocido que espera por ti y por tu capacidad de regalarle aliento.
Son grandiosas
las montañas y los ríos que justifican su existencia como escondites de tesoros
y molinos de viento, generosas las estancias llenas de espejos, a veces sabios,
en las que se arruman ruecas y colecciones de zapatillas talla única. Son
perfectas las prosas y moralejas que se vuelven más reales que nuestra propia
capacidad para crearlas y triste la realidad a la que se enfrentan cuando caen
en cuenta de que nosotros somos su mundo perdido y de que estamos totalmente
desprovistos de magia.
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